Boise huele a Idiazabal

Sombrero vaquero ladeado, piel curtida y cuarteada, un hombre mastica un trozo de queso duro como una piedra apoyado sobre un vallado. Lo va royendo mientras doscientas ovejas le miran esperando alguna indicación, suya o del perro. Pero él ya no está en esa llanura nevada en el corazón de Boise. Se ha escapado a una loma verde de Ispaster. Allí había nacido su ama y allí había vivido con aitite Joseba y amama Bego. Entre las recias paredes de un baserri que corona una colina y desde el que se divisa “media Bizkaia si hay poca niebla, si está despejado, ¡entera!”, como decía Joseba. Él se lo escuchó una vez, cuando ama y aita consiguieron ahorrar lo necesario para cogerse vacaciones en el trabajo y llevarle a conocer la tierra de la que venía. Uno dejó un mes el pastoreo y la otra, la peluquería en la que lavaba cabezas y hacía recogidos de boda en Homedale. Él tendría doce años y recordaba a aquel hombre corpulento y de ceño fruncido, las manos de amama modelando unas bolas con una masa de croquetas, la frescura de las mañanas al salir de casa y el olor del queso Idiazabal. Sus padres no fueron los únicos que dejaron aquello y embarcaron en viajes interminables hasta América. También lo hicieron muchos vecinos de pueblos cercanos, y otros vascos que no conocían pero con los que luego fueron coincidiendo en alguna celebración en Hailey, o en el restaurante que abrieron sus hijos en Ketchum. Iñakiren Etxea. Foruria. Amamaren Etxea. Además de su ganado, John Keystone Agirre tiene un pequeño rancho, mujer, dos hijos, algunos amigos con los que charlar y tomar un trago de vez en cuando y las preocupaciones habituales. Es un tipo razonablemente feliz. Pero a veces se le agarra a las tripas algo que no sabe definir muy bien. La nostalgia de lo que casi no has conocido, del lugar de donde vienes.