El Rey y La Paloma

“No more do I see the starlight caress your hair
No more feel the tender kisses we used to share…”.

Daiquiri en mano, atardece en naranja junto a una playa entre palmeras, y en la voz de Elvis escuchas este lamento por un amor que no puede tener mientras bajo el tupé El Rey entorna los ojos. Estás en Hawaii, es 1973 y la melodía te suena de haberla escuchado en otras voces saliendo de la radio de tu madre y del tocadiscos de tus tíos los domingos por la tarde.

Paseas con tu pareja por el corazón de calles estrechas y apretadas desde el que va creciendo Stonetown hasta asomarse al mar. Es el último día de 1999 y por fin has conseguido viajar a Zanzíbar tras habérselo propuesto tres años consecutivos. Al salir de una calleja en la que os habéis detenido ante los lienzos de un pintor local expuestos junto a las puertas de madera icónicas de la isla, desembocáis en una plazuela que es una celebración de la vida. Y el final de una boda. Decenas de mujeres con tocados como aves del paraíso y vestidos que estallan de puro verde, amarillo y rojo bailan con hombres con túnicas de lino al son de bajos, acordeones, cítaras y tambores una música a medio caballo entre los sonidos africanos y los indios que también se te hace conocida. Tú no lo sabes, pero aquí esa canción marca el fin de fiesta en las ceremonias nupciales.

Desorientado y cubierto de sudor sigues a unos compañeros uniformados por las profundidades amazónicas de la selva Lacandona. No es fácil dar con el subcomandante Marcos si él no quiere, pero te has propuesto entrevistarle y después de meses de contactos, llamadas, mensajes y esfuerzos, estás allí. Es junio de 1985, y el Sub lleva ya dos años alejado de los alumnos que le consideraban un profesor agudo y bromista y ejerciendo de jefe militar zapatista en este rincón de Chiapas. Conforme os abrís paso entre la vegetación comienzas a percibir un sonido, unas notas que se te hacen cada vez más familiares, hasta que compruebas que la música procede de un radiocassette conectado a dos altavoces colgados de unas ramas. Esta habanera, que lo mismo ha sido canción de amor que de protesta, inunda en medio de la selva un claro en el que se levanta el campamento. «Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona…».

Lo único que comparten estas tres secuencias es la banda sonora, y quien la compuso no fue un norteamericano, ni un africano ni un mexicano. «La Paloma», que ha conocido mil adaptaciones y se considera una de las canciones más versionadas de la historia, es obra de un alavés, Sebastián Iradier. Para reivindicar su aportación a la música, desde 2016 una placita del casco medieval de Gasteiz lleva el nombre de este compositor nacido en Lanciego en 1809. Desde noviembre de 1908 hay quienes están pidiendo una escultura y una casa-museo para el autor de una melodía que ha dado la vuelta al mundo.