31.08.2018
¿Te puedes llamar «Azul marino»?
Con el tiempo la ley va aceptando nombres que antes era impensables y hoy podríamos encontrar en el Registro Civil de Donostia una Beyoncé o un Ronaldo. Hace ya años que podemos poner a nuestra criatura un nombre en otra lengua que no sea la oficial del territorio en el que vivimos o diminutivos de nombres que ya son de uso común, como Lola en vez de María Dolores. Abundan también las Haizea, los Hodei, los Aritz… nombres que designan elementos de la naturaleza y que aplicados a personas pueden resultar muy poéticos. Pero siguen estando prohibidos en el artículo 54 de la Ley de Registro Civil los que objetivamente perjudiquen a quien los lleva, porque resultan ofensivos, humillantes o conllevan una carga negativa. Precisamente eso era lo que ocurría con los nombres que se ponía a los niños abandonados en una inclusa.
¿Qué es una inclusa?
Se trata de centros benéficos en los que se recogía y criaba a los niños expósitos, abandonados por sus madres. El nombre procede de la imagen de una virgen, Nuestra Señora de la Inclusa, que se colocó en la casa de expósitos de Madrid en el siglo XVI procedente de la isla holandesa de L’Ecluse. Hasta principios del siglo XIX la única inclusa que hubo en Euskalherria fue la de Pamplona. Se sabe que acogía a niños desde finales del s. XVI, aunque sólo se conservan libros de registro del centro a partir de 1710. Hasta 1804, cuando se inauguró una Casa de Expósitos, los bebés ocupaban una sala del Hospital General de la ciudad. Esta inclusa admitía también a los niños abandonados en Gipuzkoa, excepto los de Mondragón, perteneciente a la diócesis de Calahorra, que eran trasladados al Hospital Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza. Este era también el destino de los niños expósitos vizcaínos y alaveses.
¿Por qué se abandonaba a un bebé?
Para las familias que vivían en la miseria entregar a su bebé a una institución era muchas veces la única solución, como lo era para las madres solteras sin recursos económicos que, además, querían ocultar lo que se consideraba un deshonor. Hoy nos puede resultar muy cruel, pero hace siglos se veía como la manera de garantizar la supervivencia al recién nacido. Lo más habitual era dejarlo en el torno de la inclusa o abandonarlo a la puerta de una iglesia. Pero también ante la casa del alcalde, de un caserío… siempre de noche y alertando con un grito a los inquilinos para que salieran pronto a recoger a la criatura. En ocasiones al bebé le acompañaba una nota con el nombre que la madre quería ponerle, o con la mitad de la carta de una baraja, por ejemplo. La otra mitad se la quedaba ella como «prueba de maternidad» para poder unirla con la de su niño si más adelante las cosas le iban mejor y podía tratar de recuperarlo.
A finales del siglo XVIII fue siendo más común que, en vez de abandonar a su hijo, la mujer soltera embarazada ingresara en el hospital en los últimos meses de gestación, cuando su estado ya comenzaba a ser evidente. Tras dar a luz, dejaba allí a su bebé.
Marcados por un apellido
Durante siglos ser un expósito supuso un estigma de por vida. Disimularlo era complicado, porque ya en la inclusa se marcaba a aquellos niños sin padres con el apellido que se les ponía. “Expósito”, “Caridad”, el nombre del santo del día o algunos tan imposibles y llamativos como “Azul marino”.